Thursday, June 25, 2015

Anomalía de píxeles (sobre las cámaras de seguridad)




Publicado en Revista Crisis, diciembre 2015. Imágenes de Osvaldo Rodríguez y de SpY


La maroma camarista


Las 2000 cámaras de la Policía Metropolitana en las calles porteñas, las 1200 de la Federal, las 1200 o 2000 -según versiones- en los subtes, las miles que vigilan el tránsito, son un gigantesco negocio, incumplen la Justicia (en el caso de las municipales) y constituyen una política compartida por oficialismo y oposición que crece velozmente en la urbanidad argentina, porque expresan el sustrato sensible común de la política. En efecto todas estas cámaras del control estatal, como por ejemplo las que coronan la punta del Obelisco porteño –convertido en torre de vigilancia-, no son nada: nada comparado con la cantidad y tasa de crecimiento de las cámaras privadas, no solamente en las fábricas vigilando el proceso productivo (cuidando el robo legal de la plusvalía), no solo los bancos con alta tecnología de reconocimiento facial, no solo los clubes de fútbol y los shoppings y los cines y rapipagos, sino una ola verdaderamente inmensurable de cámaras puestas por pequeños comerciantes y, sobre todo, por vecinos cualesquiera.


Solamente en la Cámara Argentina de Seguridad Electrónica (CASEL) se consignan 107 empresas que ofrecen dispositivos de videovigilancia: para micros, para bancos, para jardines de infantes, para la puerta del hogar, para el cuarto de los niños. Los últimos modelos transmiten la imagen a internet en tiempo real y pueden monitorearse desde el celular. Por seis mil pesos puede comprarse algo básico: un domo infrarrojo con alcance de veinte metros que se activa cuando detecta movimiento, con el cableado, la grabadora que guarda todo por un mes y hasta el humano trabajo de instalación incluidos. Otras ofertas proponen kits autoinstalables, con dos cámaras, por cinco mil pesos. “Vimos que es muy creciente la demanda de compra por parte de consumidores finales, familias, y que en ese segmento, la presencia del personal de instalación era una traba”, explica Pamela Carrizo, encargada de márketing de Big Dipper, una de las empresas líderes en distribución de dispositivos de video-vigilancia (representante en Argentina del gigante chino Dahua).


La gran mayoría de las camaritas son chinas; también hay estadounidenses y europeas, pero cuestan casi el doble y las chinas en los últimos años han elevado mucho sus estándares”, cuenta una fuente del negocio de la videovigilancia, a quien llamaremos Carlos porque pidió anonimato, una fija en este gran negocio del miedo y el control, que en Argentina con la crisis (con la idea sola de crisis) crece, y que en el mundo tiene pronósticos de expansión de 16% anual hasta 2017 según TSR (investigadora de mercado japonesa), o 22% anual hasta 2018 según IHS, una consultora yanqui terrorífica que se dedica a la información industrial en rubros como Defensa, Aeroespacial, Medicamentos, etc. En China trabajan en la industria de la seguridad un millón y medio de personas; tres millones de manos. Cuando Shangai hizo su Expo Universal, en 2012, contrató para la video-vigilancia a Hikvision, que puso para el evento doce mil cámaras. Hikvision es otro gigante chino, fundado en 2001 con 28 trabajadores y que ahora tiene ocho mil, de los cuales 2800 son ingenieros de investigación y desarrollo, y que dice en su web cotizar en bolsa doce mil millones de dólares; con gran presencia en Argentina, representada por Security One (dirigida por el joven empresario Christian Uriel Solano), tiene a cargo por ejemplo las videovigilancias de Boca Juniors, del municipio de Calafate y -Randazo mediante- de la red ferroviaria nacional.


Según el ingeniero Eduardo Casarino, miembro fundador de CASEL desde su empresa Sistemas Electrónicos Integrados, “El mercado de la videovigilancia crece en Argentina a un 15% anual, y el segmento de uso doméstico a un 20%. En términos absolutos, la dimensión del mercado de la Seguridad Electrónica fue de unos US$ 595 millones al término de 2013 y se espera que alcance los 700 millones para el fin de 2014, de los cuales 230 corresponden específicamente al mercado de video-vigilancia. En el año se instalan, en todos los rubros, más de 35000 cámaras de CCTV [Circuito cerrado de televisión]”. Una empresa local grande, informa Carlos de primera mano, importa en 2014 unos tres millones de dólares que vende a cinco millones (actividad comercial con escasísima mano de obra, claro).


Basta con prestar atención y se empiezan a ver cámaras por todos lados, incluso en trayectos que se hacen a diario sin haberlas registrado antes –porque, claro, el hombre no es bicho de registro constante y total-. Se torna, luego, imposible dejar de encontrarlas por doquier, en la propia cuadra, en la manzana, en las inmediaciones. Ojos inertes, más o menos disimulados por ejemplo entre los artefactos de alumbrado, aunque estos hacen lo opuesto: absorben luz. Enfrente en el depósito de pintura, en la otra cuadra el chalet de dos pisos y otra casa, en la otra esquina el maxikiosco; a la vuelta, una vivienda modesta con dos soberanas cámaras que, muy extraño, no filman la puerta sino el cordón de la vereda. “No”, dice un vecino, “parece que hace un tiempo tuvo problemas con el auto… que un vecino se lo rayó, algo así, debe ser por eso”. Puso pues un sistema de unos ocho mil pesos que registra todo lo que pasa, que somete a los pasantes a ser apuntados con esos artefactos, asimilándolos a un “afuera peligroso”.


Ese material filmado queda en poder de los privados y su potestad; “¿por qué no imaginar, pongamos, que un supermercado que filma la vereda por motivos de seguridad no podría venderle su archivo de imágenes a una consultora que hace estudio de mercado para marcas diversas? Cómo se viste la gente cuando va a comprar, diferencia de géneros, etcétera, lo que sea”, cuestiona Carlos.


La eficacia de las cámaras para evitar delitos en hogares y comercios pequeños es muy discutible (dato gracioso: mucha gente compra dispositivos IP, cámaras de alta definición que suben la imagen online en tiempo real, pero olvidan cambiar la contraseña que traen de fábrica, de manera que es muy fácil de acceder a sus transmisiones, como hace el sitio insecam.com, donde pueden verse las tomas en vivo de 75mil cámaras de todo el mundo, mil argentinas). “La gente suele comprar dos DVRs [el aparato que recibe y guarda las imágenes], porque los ladrones cada vez más es lo primero que buscan, para destruirlo, entonces tenés otro de reserva…”, dice Pamela Carrizo (de Big Dipper). Pero supongamos que un vecino corriente sufre un robo hogareño, y le queda grabado en imágenes. Irá a… ¿la comisaría, a hacer la denuncia? ¿Qué investigación realizará la policía a partir de dicho material? En fin. Lo cierto es que se ponen cámaras por “prevención”, es decir por miedo: ese gran regulador de la economía anímica citadina.


Por un fantasma, por una imagen especular, se implementan movimientos materiales concretos, y de pronto caminar por la ciudad es ser filmado por una increíble cantidad de cámaras –y, se sabe, la observación es una fuerza física que altera la trayectoria de las partículas-. Shenzhon VVS, otro monstruo oriental, asegura en su web que en China hay “mil millones de clientes potenciales”. Se importa de China (o Corea, o Israel si el cliente es el Estado, o Alemania si es un banco), se le vende a “mediadores”, es decir micro empresitas o simplemente individuos que, en cada torre, en cada barrio, en cada pueblo, ofrecen el servicio a los vecinos: señora, no necesita más estar vigilanteando detrás de la persiana. Señor, si le revisa cada tanto el mail a su esposa y las cosas a su hijo, esto es para usted.


Mucho se ha señalado que el neocapitalismo hizo más complejo identificar las caras del poder; paralelamente, se multiplica una tecnología que instala un sinfín de ojos técnicos que son la materialización actual de la mirada del amo, como plantea el ensayista Gabriel Muro (en un artículo sobre la obra de Harun Farocki, que estudia el uso de video-vigilancia en procesos fabriles y militares).






Cámaras metropolitanas


El sociólogo Andrés Perez Esquivel presentó una demanda contra el Gobierno de la Ciudad porque la Metropolitana no publica la ubicación de sus cámaras ni de las cámaras de empresas cuyo material puede usar (debe hacerlo según indica la Ley 3998, de 2011, que modifica la ley 2602 de 2007). Aunque el juez Darío Reynoso falló a favor de la demanda, la Ciudad sigue ocultando. Entrevistado para esta nota, Pérez Esquivel explica que “lo que hay es un gran negocio. La ciudad acaba de prorrogar por un año su contrato de leasing con la empresa Global View; la prórroga establece el pago de dieciséis millones de pesos por continuar el mantenimiento de las 2030 cámaras que recién serán propiedad de la Ciudad cuando termine el contrato, que empezó en el 2010 y por el cual Buenos Aires habrá pagado aproximadamente 320 millones de pesos, unos 160 mil por cada una: lo que cuesta un dron de avanzada. Y sin incluir el cableado, porque se usa el de empresas privadas que tienen redes de fibra óptica, empresas que técnicamente tienen la posibilidad de acceder a esa información.” Las cámaras de la Federal, por su parte, que son 1200 en 300 puntos (porque coloca cuatro en cada cruce), son de la marca Mer Systems, empresa israelí; coincidencia, el empresario ex montonero Mario Montoto es el creador de Global View y también es vicepresidente de la Cámara de Comercio Argentino Israelí.


Montoto, ex secretario de Firmenich, fundó y dirige Global View, aunque en 2012 vendió el 85%, por 30 millones de dólares, a la japonesa NEC, gigante que, cuando anunció la compra, ponderó desde Tokio que “Global View S.A. tiene una fuerte base de clientes en servicios de vigilancia, particularmente gobiernos municipales, y su negocio está basado en un modelo de cuota mensual”. Provee por ejemplo a Tigre, Rosario, Lomas de Zamora; acaba de ganar la licitación en Mar del plata, por seis millones de pesos por 65 cámaras durante treinta y seis meses: fue la única empresa en presentarse. “Los municipios ya lo toman como un ítem más de la política que tienen que hacer: construir una calle, poner cámaras”, afirma desde Big Dipper Pamela Carrizo. Al respecto, Eduardo Casarino dice: “El futuro del control de la seguridad en los municipios tiende a utilizar aún más las tecnologías de los sistemas de video-vigilancia, al igual que en los países de más alto desarrollo. El único escollo que tienen los municipios es la inversión que tienen que realizar para que un sistema sea eficaz, ya que lo que realmente sirve suma un monto muy importante y lo que se instala a un costo más bajo resulta en un sistema de prestación defectuosa y poco eficaz”.


La Metropolitana –sintetiza Pérez Esquivel- no quiere inscribir sus cámaras en la Defensoría del Pueblo y en ningún control externo, y ha sido intimada por la propia Defensoría, por la Auditoría, por la Legislatura y por la Justicia. Se trata de un negocio y de una puja de poder entre fuerzas policiales: la Metropolitana tiene tres comisarías, patrulla cinco comunas, pero tiene cámaras en todos lados”.


Las dos mil cámaras de la Metropolitana envían sus capturas al Centro de Monitoreo Urbano. Uno de sus operarios-espectadores, que pide no dar su nombre, cuenta que “son 2030 cámaras y en cada turno hay quince o dieciséis operadores monitoreando: ciento treinta, ciento cuarenta cámaras para cada uno. Cuando vienen los medios, como vino La Nación, o cuando viene algún diplomático extranjero, llaman a los operarios de los otros turnos, llaman hasta al portero y le ponen uniforme y los hacen actuar que laburan, para mostrar que hay treinta personas monitoreando. La ciudad tiene trece mil cruces (de calles), inabarcable. Donde sí sirve es en la Comuna 1 (Retiro, centro, Constitución), zonas de mucho asalto callejero, y donde ahora los chorros saben que están las cámaras –en esa zona hay muchas- y se corren a otros lados. Las que están en el Obelisco ahora son visibles porque están afuera de las ventanitas, pero ya estaban, solo que adentro. Podemos moverlas para mirar en cualquier rango, y tienen, como todas las de la Metro, un alcance de 1600 metros. Lo que se dice mucho y es falso es que violan la privacidad. Están programadas para que si hacen zoom a una casa, por ejemplo, donde está la ventana se bloquee, se pone negro; cada cámara se programa específicamente. Y también es falso que se usen para hacer espionaje, para espiar militantes o activistas. Salvo en el Borda, ahí sí les pusieron una cámara, dentro del Borda, para vigilar a los agitadores.”


Igual, el sistema es obsoleto. Londres tiene veinte mil cámaras municipales, y ni un solo operador: son cámaras de una inteligencia tal que están programadas para registrar anomalías de píxeles. Si una puerta se abre en un horario en que debería está cerrada, o si en un pasillo de subte una sola persona camina en dirección opuesta a la masa, el sistema lee la anomalía en píxeles, y larga una alarma para que, ahí sí, venga un operador”.


Homo-occidentalis


Es que las cámaras se usan para no estar. No se trata solamente del control, no; aquí el control participa de un atributo genérico de la subjetividad mediática: la multiplicación de instancias de la presencia simultánea. Estar sin estar. Poner camaritas en el cuarto del niño o el bebé sirve para poder estar tranquilo en otro lado. Así es que NEC, que en su web cuenta su larga y expansiva cronología, hito por hito, salto por salto, cuando llega a 2003 exalta el momento bisagra como ningún otro: La era de la omnipresencia. ¡El futuro es ahora! ¡El sueño se convierte en realidad! La gente ya ha comenzado a experimentar los beneficios y el confort que les ofrece la sociedad omnipresente.


La pasión por mirar es conocida. Con una larga preparación del sentido de la vista, los homo-occidentalis nos conformamos como espectadores. ¿Cómo pensar, cómo nombrar, a esto que somos ahora, personas filmables? ¿Actores? Los quince minutos de fama para todos preconizados en los sesentas, ¿es descabellado verlos como preparación para esta visibilidad permanente? También es cabellado pensar que la pulsión por exhibir la propia vida (desde facebook hasta el “giro autobiográfico de la literatura argentina”) es consustancial al reputado fin de los grandes relatos: ante el vacío de una entidad magnamente inclusora, integradora, que nos oprime pero nos cuenta y proyecta, el yo narcisista se cuenta a sí mismo y gestiona ser captado. Sobre el fondo anímico de irrelevancia individual se apoya la aceptación social de la omnipresencia de las cámaras: me filman, soy alguien.


Este engarce entre control y subjetivación vía imagen es bien entendido por ejemplo en Nueva York: hay un bar, subsuelo del clásico edificio Seagram, un bar restorán muy a la última onda, que tiene arriba de la barra, como principal presencia estética del salón, un largo panel de pantallas unidas: muestran, con un leve efecto de espasmo y repetición en loop, las imágenes de la gente que entra, tomadas por las cámaras del ingreso; el recién llegado puede verse, por unos minutos, hasta que su imagen pasa a retiro y sigue viendo a los nuevos ingresantes.


Pero si las cámaras son omnipresentes, ya no pueden pedir sonrisas. La webcam para ejercer el "yow 2.0" puede ser el mismo aparatito que me filma en el kiosco, pero una es vía de subjetivación espectacular, la otra de objetivación por control.


Y del ser filmado como excepción a ser filmado como la nueva naturaleza hay un cambio cualitativo; ya no puede existir la cámara "oculta": el punto de partida en cualquier parte es la como mínimo posibilidad de estar siendo capturado como imagen (por eso los recientes casos de “éxito” de videovigilancia es con tipos de sanidad mellada: el asesino de la estudiante chilena, el pirómano de Caballito). ¿Qué subjetividad genera esta mirada inerte omnipresente, qué verdad queda naturalizada, qué asume el cuerpo? ¿Hasta dónde llega, o llegará, el efecto de las camaritas sobre la conducta común? ¿Es la punta que más lejos llegó para subsumir todo rastro o expresión de salvajía, todo impulso de espontaneidad?


La cámara no solo te ve: te guarda. O mejor, con ese órgano nuestro que es la cámara, nos guardamos. Nos registramos, como una marca; nos enmarcamos, nos hacemos marca. Nos objetiva como imagen visible, donde lo invisible no existe. Son un órgano sin cuerpo, las cámaras, ojo puro, una pura función: un ojo sin cuerpo que nos embalsama: salva nuestra imagen para la eternidad, y nos llena de nada.


Si algo le duele a las cámaras, es ser ellas mismas visibles. Su anhelo es ser un ojo sin cuerpo. Ojos que alteran el estatuto mismo del suelo, de la materia urbana: ahora está siendo filmada, las cámaras la captan y le devuelven el dato de que es imagen. ¿Succión del alma citadina? Toda la realidad, duplicada. Guardada por sesenta o noventa días y eliminada si no hay nada que verificar. ¿Qué decir de este back-up de la realidad, de esta "memoria externa" de la realidad?, que, por otra parte, en vez de "inocente hasta probar lo contrario", dice "amenaza pero irrelevante y eliminable salvo que suceda delito". ¿Vigilancia de la normalidad de lo no-acontecimental? No somos nada, hasta que resultamos anomalía de píxeles.


Christian Ferrer, miembro editor de la revista Artefacto, autor de El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo (además otras obras como su flamante biografía-ensayo sobre Martínez Estrada), consultado para esta nota, dice: “Hemos sido integrados a un inmenso campo de maniobras, un entrenamiento gigantesco para la subjetividad del que a nadie le está permitido salir, sin mayor conciencia de qué estamos haciendo y sin que aquellos que lo instalaron sepan todavía qué van a hacer con los resultados”.