Friday, March 23, 2012

El caso Rogelio Aguas (poniendo mi granito de caca)

De la flamante usina Moviditas Casi Nada:



Es obvio

Como dice nuestro amigo Pez, hoy es prácticamente imposible estar en contra del discurso ecológico, del ambientalismo… La ecología se ha transformado en la moral de la época (doble como toda moral, claro). Si hablamos de los megashows el problema es otro, pero la fuerza de la obviedad es la misma: hoy son irrefutables la maravilla, el genio, las virtudes de Roger Waters y su espectáculo. Los nueve River, record absoluto y por lejos de convocatoria en la historia nacional, constituyen una imagen de consenso llamativamente a tono con el 54 por ciento del país de la Buena Gente.

Ante tanto consenso, si no vamos a ir a verlo es mejor pasar desapercibidos, y, llegado el caso de ser descubiertos, decir que no tenemos guita o alguna otra imposibilidad ficticia (porque ¿no tenés guita? Dale, rata, si te va bien...). La sola idea de que no querramos ir a verlo, de que ni siquiera si nos regalaran la entrada iríamos a verlo, es impronunciable. Hablar mal de Roger Waters y su espectáculo va tan a contrapelo de la obviedad circulante que da miedo. Waters es el bien, la calidad y el mundo. ¿Cómo decir algo que no sean elogios a Roger Waters y su espectáculo sin sentirse un resentido o un excluido, un paria, alguien que reniega de lo común? Another brick in the wall…

Es cierto, no ir a ver a Roger Waters da cierta sensación de quedar afuera. ¿Afuera de qué? Del amigable y cálido público argentino. De ese ser nacional que identificamos con el mejor público de rock, el más afectuoso… Los argentinos somos… especiales, somos únicos los argentinos, todo el mundo lo reconoce, no hay otro público igual, el calor, el aguante, la pasión, la capacidad de gozar, y ahí vamos entonces, cobijados en la identidad nacional, ese universal inclusivo, el que queda fuera es porque lo elige y si elige quedar fuera es enemigo. ¿No querés divertirte, pasarla bien como todos? Hay que pagar, por supuesto, pero lo vale, ¡y que lindo pagar por algo que lo vale, buena guita!

Un espectáculo impactante

Una palabra parece ser bastante exacta cuando se trata de describir el espectáculo de Roger Waters: impactante. Es impactante. Impactantes son los accidentes, las peleas, las imágenes. Que impacta. Impactar es chocar contra una superficie. Es también impresionar, conmover. Impactado, atónito, paralizado por el espectáculo, tomado por las sensaciones que de pronto retornan del pasado vivido. Tomado, paralizado; sujeto bien sujeto a las emisiones externas que recibe.

Hace un tiempo, un amigo decía algo simple y hermoso. “Las bandas que me gustan son esas que, cuando las escucho, me permiten imaginar un mundo. Cuando escuchaba a los Ramones de chico, por ejemplo, me imaginaba el mundo de la calle. Y no era por el contenido de las letras (el mensaje), sino porque la música expresaba de algún modo ese mundo o permitía que lo imaginara. Esa es la diferencia entre la música genuina y la comercial.” Imaginamos un mundo. Imaginamos. Imaginar es un trabajo. Cuando pienso en alguien imaginando, lo veo en movimiento, lo veo tomando algo para sí.

Imaginar es una actividad. Estar impactado o ser impactado es un efecto (pasividad). Dos operaciones bien distintas, o mejor, una operación y una disposición.

Las imágenes, la tecnología, la técnica, impactan. Sin dudas, el espectáculo de Roger Waters es de un despliegue técnico tal que resulta fascinante. Tan cargado, tan lleno, tan perfecto, tan completo, ¿qué más podríamos imaginar? Nos derrota por completo.

“Yo estuve ahí”

Qué compramos con la entrada de Roger Waters. ¿Compramos una imagen de nosotros mismos?, ¿un tema de conversación con miles?, ¿la sensación de pertenecer a una movida? Compramos un “Yo estuve ahí”; yo no me quede afuera. ¡Una experiencia!

El “yo estuve ahí” describe al público y a Roger Waters, a Roger Waters como réplica de sí mismo. Las réplicas son imágenes que se proyectan al pasado, nunca al futuro. Un pasado donde todo estaba tan, pero tan claro… Los malos, completa y únicamente malos, y la gran masa de nosotros, corderitos de bondad. Hoy podemos recordarlo en una fiesta.

Una ideología de escenografía

Lo impactante es por un lado el sonido, que ya no se remite a proyectar lo que pasa en el escenario hacia adelante, sino que toma al estadio como diagrama potencial de espacio sonoro, superficie envuelta, encerrada en el audio que atraviesa los cuerpos: todo sonido es vibración. Y, por otro, lo impactante es la pantalla: el muro, the wall, que es más ancho que la popular de river, es todo él la pantalla donde se proyectan imágenes. Se reproduce lo que pasa en el escenario (aunque he oído que pasan imágenes de otros shows!), cosa que agradecemos porque la verdad es que desde la tribuna no se ven más que manchitas apenas móviles, que asumimos son Rogelio Aguas y sus músicos. Lo cierto es que podría ser cualquier otro, él podría no estar, y no se notaria la diferencia; el fervor no es por verlo, es por saber que está ahí. Que ese pedazo consagrado de mundo vino a nuestro encuentro. Y ahí estamos, acá, en el mundo. En la historia. Él, Roger, Rogelio, es nada, es todo.

Victima de libertad

La gigantesca pantalla emite (en realidad recibe y reflecta), aparte de la ampliación de lo que pasa en el escenario, muchas imágenes y animaciones pregrabadas, algunas de la iconografía original de The Wall y otras añadidas con el tiempo, ampliando lo que forma parte de la iconografía de la obra. Esta parte es notable: un nutrido circuito de fotos de víctimas es el fondo escenográfico, el hilo narrativo moral del show, articulado en torno a un pacifismo que alerta sobre los flagelos de la guerra; así, con total amplitud, “la guerra” y “las víctimas”. Republicanos fusilados por el franquismo, partisanos ejecutados por los fascistas, pero también niños iraquíes desnutridos (su penuria ya tiene una relación menos directa con los opresores, que igual quedan claros), familias paquistaníes destruidas por ataques de aviones no tripulados, desaparecidos argentinos en la última dictadura, muertos yankis en el atentado a las torres gemelas: víctimas y víctimas del mundo, apilándose luminosas sobre el muro de Aguas. De la guerra un show. Cuando dedica el recital, la fiesta músico-tecnológica, a los “desa-parecidos”, la coincidencia con la prosperidad del consumo bienpensante kirchnerista alcanza su paroxismo. ¡Nueve rivers!

Este licuado moral tiene un momento chispeante cuando el muro proyecta animaciones de aviones que, en la noche, arrojan cataratas de símbolos sobre territorios inciertos: un avion tira miles de cruces cristianas, otro miles de hoces y martillos, otro estrellas de David, la lunita con estrella árabe, la esvástica, y los silbidos aparecen cuando esa línea de homologación presenta una vertiente de… ¡conchas de Shell y estrellas de Mercedes Benz! Los otros símbolos son la formación histórica del poder moral victimista, estos, de empresas, encarnan a los que rompen en mundo actual (aunque elije empresas holandesa y alemana, no britanica…). La condena es unánime en el millonario show. Todos contentos. Más que nada Waters, claro, que, con una envidiable capacidad de no aburrirse, toca de punta a punta la gran obra que compuso hace treinta y cuatro años (solo mete una diferencia cuando agrega a un tema un final tipo bossa’n floyd bastante triste), y representa al arquetipo del déspota, vestido de cuero negro con las marchas militares detrás, esos martillos de andar marcial, y, delante, una fervorosa multitud que lo vitorea, lo sigue, le sigue el juego, en un momento se da el gusto de agarrar una ametralladora de mentira pero que tira salvas resplandecientes, y suena, como en el disco, atronando la atmósfera del Monumental, ametrallando al público, el juego de Waters con un control de la situación, una capacidad de creación técnica del escenario afectivo calculado, un dominio de la atención masiva y una cerrazón de filas con tan efectiva diferenciación entre los que forman parte y los que no, que serían la envidia de cualquier déspota del siglo pasado que viene a parodiar.

Imágenes que no insisten

Las fotitos del megalómano chow escupen cuanta corrección política se nos venga a la cococha: “we are against the war”. Los muertitos no inquietan, no joden, son de lo más tolerables, nada muta (todo sigue igual diría el Pity), las imágenes reiteran lo sabido: la gente se muere en tempos de guerra. Y la guerra es sutil en su modo de operar, de exterminar: nos pisa los talones, nos respira en la nuca. Andamos tan saturados que nos aguantamos la belicosidad cotidiana: hay una guerra de modos de vida.

Una imagen de la muerte que no hable de la vida (como tanta basura porno feisbuquiana) no tiene ningún efecto-fuerza. Muertes sin imágenes de vida, caras con vidas borradas; no importan. Nos queda a nosotros -en otro tono, con menos guita y cero seguidores- mostrar que hay vida antes de la muerte. Nos queda insistir en algo que nos afirme más allá de la conciencia. I wish you were here.